En el puerto se vivía la algarabía propia de un sábado al caer la tarde. En la cantina de la esquina sonaba desplegando su máxima potencia un “King Kong”, -que es como llaman por estos lados a unos bafles gigantescos, que tienen algo así como 20 parlantes, con Twitters, Boffers y demás accesorios concebidos para que sus notas lleguen hasta la otra orilla del caudaloso río. El “King Kong” es tan grande que la cantina no tiene ni vitrinas ni estanterías ni nada… él se erige como un rey de madera vestido con tela de alfombra gris, las cajas de cerveza y las botellas de aguardiente se despachan desde una pieza que queda en la parte trasera de la casa pintada de color azul ultramarino.
Desde la otra orilla |
Los paisanos indígenas llegaban con sus mujeres al puerto, y con una habilidad sorprendente después de haberse puesto quién sabe cuántos galones de cerveza, montaban en las canoas y partían remando hacia sus comunidades, los vecinos del barrio se reunían en amplias mesas donde todos son bienvenidos y de forma generosa brindan atenciones a quienes llegan, pues no necesariamente tienen que haber sido invitados.
Sentado en un banco de madera, viendo saltar el agua entre los palafitos y el juego de una multitud de niños entre la orilla y una calle bordeada de casas de madera me deleitaba con un paisaje que no se puede interpretar si no se le vive de cerca. El volumen de la música es tan alto que nos habituamos a hablar a gritos, acompañándonos con gesticulaciones y con risas, de ahí la importancia de los lenguajes del cuerpo. Un moreno mayor, tan solo vestido con unas bermudas, y llevando en la pretina un enorme cuchillo desenfundado, recorría una playa atestada de basuras y de vez en cuando pedía en la cantina una cerveza que apuraba de un sorbo largo, dos muchachos recogían las pacas de pescado bocachico salado que se secaban al sol y entre todas las mujeres que desfilaban por el puerto se destacaba una hermosa morena de amplias caderas se paseaba frente a nosotros, sin siquiera percatarse de que ahí estábamos.
Bocachico extendido al sol |
Pero nadie nos miraba como extraños, ni los niños, ni los perros, ni las señoras que pasaban con el pescado para la comida, simplemente si uno es amigo de alguien a quien en el barrio reconocen y estiman, tiene como el aval de permanencia. Gracias a Héctor, chocoano de adopción, moreno de sangre y de color, abogado de profesión, fue posible adentrarnos una tarde en un lugar de otra forma, difícilmente hubiéramos podido escudriñar. Desde allí, viendo llegar la noche, al calor de una copa de “Platino” estuve pensando en ti.
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