Voy bebiendo con parsimonia un vaso de Merlot
y la contemplo; me ha acompañado desde que un entrañable amigo la recogió en la
calle y la llevó a mi casa… desde ese día se quedó para siempre, vestida de lentejuelas
y de tigre. Se ha inmortalizado en un bello poster de circo, que conservo para
sentir que aún soy capaz de asombrarme, que está abierta la ventana de los
sueños y para no dejar morir lo que me queda de inocencia.
Recordé entre los días más felices de mi
infancia aquellos cuando llegaban camiones y carromatos a un inmenso potrero que quedaba en mi barrio,
y una legión de operarios les sacaba de adentro un circo desarmado que
ensamblaban con prisa y diligencia en menos de dos días, días en los que yo
permanecía ávido de estar en la función de estreno para extasiarme en lo que
imaginaba era la magia y el maravilloso mundo de ese circo. Y en los muros de las calles se pegaban con
engrudo carteles coloridos con caras de payasos, con caballos y trapecistas, y
una fanfarria de pregoneros en zancos anunciaba por las calles la magnificencia del
espectáculo, iba por los vericuetos de los barrios seduciendo niños, regalando
pases de cortesía, desplegando ilusionismo, encandelillando pueblo.
¿ Por qué ese irresistible atractivo que
ejerce una carpa multicolor, iluminada con cientos de bombillas y de entrada
decorada con vivas imágenes de risas y maromas? Creo que ante todo es un
sentimiento de profunda admiración por unos artistas ambulantes y trotamundos
que tienen alma de gitanos, que han convertido el planeta en su casa y que van
con su mundo a cuestas. Son una gran familia que ha hecho de su vida una
función de risas, aros, trapecios y puñales y está habituada a caminar en la
cuerda floja.
Gracias al circo me enteré que hay mujeres
realmente despampanantes –que, por fortuna,
no solamente aparecían en las revistas, en las películas o en la tele-.
Verlas vestidas con bikinis de lentejuelas, o con ceñidas trusas plateadas que mostraban
esculturales vientres de cortesanas árabes,
pluscuamperfectas piernas y glúteos caídos del Olimpo ya de por sí valía
la pena la entrada, era una descarga de suspiros de admiración porque además
eran artistas!!!! Se jugaban la vida en el trapecio, cabalgaban de pies sobre
caballos, se le metían a la jaula a los leones, se dejaban serruchar por el mago
y acuchillar por un apache…. Hacían contorsiones como si fueran de plastilina,
bailaban y sonreían al público con donaire, impecablemente maquilladas. Al lado
de estas espectacularidades, las mujeres que había visto en calzoncitos al
borde de las piscinas cuando iba de vacaciones a Girardot o Villeta me parecían
insignificantes, era como comparar una estrella supernova con un bombillo
esmerilado. Tal vez en un circo de otro planeta podré realizar mi fantasía con una
sensual malabarista.
De no haber sido por los circos me hubiera
tardado en conocer tigres, elefantes, leones, camellos, orangutanes… siempre he
creído que ellos son los animales domésticos de esa familia y que sin ellos el
espectáculo pierde gran parte de su encanto. El circo es una expresión milenaria,
y así como los seres humanos debemos
someternos a un destino y generalmente
somos una vulgar copia de lo que quisimos ser, creo que muchos animales
prefieren estar a salvo en la pista de un circo a estar en la
mira del fusil del rey Juan Carlos de safari.
La esperada aparición de los payasos, el
hombre bala, el de la bicicleta que cruza el espacio de la carpa con una
bailarina encima y por una cuerda floja, el corpulento hombre traído de no sé
dónde que levantaba sin esfuerzo lo que encontraba a su paso, y que también
reconocí como el que hacía de taquillero y le daba de comer a los elefantes,
eran destellos de júbilo que se mezclaban con palomitas de maíz, globos de
colores y pequeñas fotografías de telescopio al lado del payaso.
Que no hubiera dado por aprender a tragar
fuego, a domar a ciertas fieras, a sacar
conejos del cubilete… algunas noches soñaba con irme de la casa enganchado en
un circo, por años pensé que eso era una utopía hasta que un conocí a Pascual,
un osado aventurero que se fue trás de una bailarina de circo –sí como en las
películas- y viajó de pueblo en pueblo por el sur de Colombia, Ecuador y Perú.
Dice que empezó recogiendo boñiga de león y que la bailarina se olvidó de él
después de una función en Túquerres cuando
su anterior esposo le hizo una cabriola de amor desde otro circo.
Esa fascinación por el espectáculo de la
carpa me ha motivado a ver con nostalgia muchas películas de circo, como “los
Hermanos Marx en el circo”, “Bye, Bye Brasil”, “Sombras y niebla” de Woody
Allen, a hojear encantadores libros con estampas de los carteles y a asistir a
las funciones de cuanto circo encuentro en el camino; no importa la categoría o
estado de la carpa, este será un tributo a la emoción que me produce estar
sentado en luneta, palco o “gallinero” mirando cómo se juegan la vida los
trapecistas en un doble salto mortal sin red.
Si hay algo que pudo generar estados de
melancolía fué la última función de un circo, el desmonte de la carpa y la
partida de la caravana, a este país le hacen falta muchas más compañías
circenses recorriendo pueblos y veredas, más y mejores trotamundos, más
saltimbanquis y menos guerreros, tenemos tanto arlequín y saltimbanqui
para hacerlo…. si ya casi hay un circo
en cada semáforo de nuestras grandes ciudades.
Pueden enviar sus comentarios a megaspar@hotmail.com