Unos
la esquivan, otros la aprovechan, todos precisan sus encuentros.
Después
de incursionar por el corazón de Quibdó,
se puede tener la certidumbre que la
Calle de la Alameda no figurará entre los atractivos que pueda ofrecer la
ciudad. Le hablarán del Malecón, de la catedral….. tal vez del singular encanto de la arquitectura de
algunos lugares insospechados.
Si
hiciera honor a su nombre, La Alameda sería un paseo con árboles, pues no hay
ni uno… en vez de ellos, han sembrado una jauría de postes, cada uno envuelto
en una maraña de cables. Y sin embargo, allí está el alma de Quibdó. La calle
26, que lleva de la Catedral a la Cárcel de Anayancy, es esa tortuosa senda se
refleja la opulencia y el abandono de una ciudad construida de manera urgente,
aunque, como sostienen quienes poseen la memoria de la ciudad, sí se han
realizado intentos de planificación, que ahora parecen estar cubiertos de
manigua.. Es en esa calle donde confluyen los grandes almacenes de víveres
hechos a pulso por migrantes paisas, y el mercado callejero de los chocoanos
con sus tenderetes que ofrecen sancochos, patacones, frutas, carnes ahumadas,
quesos, verduras, pescados…..
Quibdó, Calle de la Alameda |
Parasoles de Quibdó |
Son
los almacenes en poder de los foráneos y las calles como posibilidad para el
rebusque informal de los chocoanos; las carnicerías, los almacenes de calzado y
los baratillos, las cantinas, los billares y garitos…. las ferreterías, los depósitos mayoristas, las
bodegas hacen que esta calle se haya convertido en zona permanente de
descargue. El tránsito de los camiones y de los millares de motocicletas han
convertido esta vía en una trocha por donde corren las aguas lluvias y las
basuras que produce el mercado callejero; como los andenes están invadidos lo
más práctico es transitar por el centro de la vía, compartiendo y esquivando
carretas cargadas de limones y chucherías, camionetas 4x4 de vidrios
polarizados, rapimoteros y coteros. Quibdó no se caracteriza por el aseo ni la
limpieza de sus espacios públicos, las basuras son uno de sus mayores
problemas, con todas las consecuencias
que traen: ratas, plagas, moscas, malos olores, que se entremezclan con los
aromas de las frutas, de las viandas, del queso, la carne ahumada, la longaniza
y del chere que se pregonan.
Es
la calle del comercio, de los hoteles de pasajeros, de los mineros, de los indígenas,
también de negociantes, rebuscadores, aventureros y malandrines. En alguna
oportunidad presencié un singular operativo que promovió la alcaldía municipal,
que consistió en obligar a los administradores de los hospedajes de la zona a
cambiar los colchones, porque eran un atentado contra la salud pública. Sacar
los restos de esos colchones, sacando a relucir las cicatrices de sus lonas
rayadas y floreadas con sus mapas de manchas producidas por todos los fluidos
que los seres humanos somos capaces de evacuar, con huellas de mil combates,
residuos de cigarrillos y de soledades, comunas multitudinarias de ácaros y
arañas, de secretos que tal vez a nadie importan, de trasgresiones y de
complicidades, es también un memorial de sordidez. Imagino las camas desnudas
con su entablado al viento y las sábanas oreándose en las terrazas, esperando a
que les levantaran el volante de “sellamiento”.
En
la Alameda está viva la amalgama de identidades que han conformado a Quibdó,
los natales, los que llegan de otras tierras buscando “vida”, las víctimas de
la violencia encuentran en el rebusque una forma de sobrevivir en la
informalidad, todo confluye en estas pocas cuadras: las cantinas con música de
carrilera, el sancocho de la Mocha, las maquinas tragamonedas, los rostros de
los ancianos, las cicatrices en la piel de los hombres, las mujeres y los niños
deambulando.
Al
caer la noche los ventorrillos callejeros se envuelven en plásticos negros y se
amarran como pacas de trasteo, quedan los puestos de comida y los bares, mujeres que recorren las calles en espera de
sus clientes y algunos personajes que se ocultan tras las sombras. Es cuando
las paredes tienen oídos y en los
zaguanes se disipan atracciones furtivas.
Desde
hace algunos años se habla de la reubicación de los vendedores, del rescate del
espacio público, de convertir esta calle en un símbolo de la recuperación de la
ciudad… tan solo han sido triviales intenciones; la Alameda está más embrollada
que el primer día que me asomé a sus esquinas. He tratado de hacerme una imagen
virtual de cómo sería el espacio imaginado por algún urbanista que no haya
entendido su contexto; Si yo volviera a
verla después de ser intervenida, creo que extrañaría los parasoles de colores,
la experiencia de aventurarme a entrar en ella, el placer de ver tanto, tanto
semblante, tanta vida reflejada. Aquí en medio de este aparente caos existe un
orden diferente, existe un equilibrio y una peculiar convivencia; es la
resistencia a la imposición de unos criterios de planeación que no son
compatibles con las condiciones sociales y económicas de un pueblo que basa su
vivencia en la informalidad y en el rebusque, donde la planeación no es acorde a
la realidad. Cómo es que los bomberos duran 20 horas en apagar un incendio ocurrido
a una cuadra del Río Atrato….. La Alameda es el espejo de Quibdó, es el Ying y
el Yang, es San Pacho y también es marimonda, es la opulencia y la carencia, es
el colorido y la informalidad de sus gentes, es el saludo de quienes están
“exelente” y a quienes están “aguantaos”,
¿cómo no fijar los ojos en ella, cómo entrever a través de su
calidoscopio la radiografía en tecnicolor de la rutina de un pueblo que
sobrevive entre el oro, la selva y la violencia?