Cenelia Alcázar
Hay amores que se
vuelven resistentes a los daños, como el vino que mejora con los años: EL
BOLERO COLOMBIANO
“Ay! mi piel, que no haría yo por tí
por tenerte un segundo, alejados del mundo
y cerquita de mí
Ay! mi piel, como el río Magdalena
que se funde en la arena del mar,
quiero fundirme yo en tí.”
Desplegar las alas
del sentimiento y emprender una breve exploración por el bolero colombiano es
permitirnos recorrer un laberinto que se adentra por zaguanes y patios con
materas, por lavaderos y aljibes de estancias que evocan aromas de suspiros y
noches enlunaradas; por callejuelas de paredes carcomidas recorridas una y otra
vez por músicos ambulantes y serenateros; por paisajes cantineros, también es sentarnos
a disfrutar crepúsculos con palmeras y
arreboles, visitar avisos de luces de neón y bombillitos rojos que invitan a
adentrarse en la noche y colocar boleros “de arrastre” en traganíqueles… y en
el siguiente recoveco, bailar o llorar (o las dos cosas a la vez) en una
inequívoca intervención de sensiblería baladí, o trascendental… vaya uno a
saber. También es tomar la guitarra en complicidad con los amigos, y cantarle a
la vida, al terruño, a lo que somos, a lo que tal vez quisiéramos que hubiera
sido.
El propósito de esta columna es invitar a los lectores a
servirse una copa y escuchar boleros, a hacerse su propia banda sonora, a
cantar y hablar de ellos, porque, como decía García Márquez “hablar de música
sin hablar de los boleros es como hablar de nada”. Tal vez tengamos
coincidencias, pero qué bueno es condimentar el diálogo con otras vivencias y
reflexiones y decir como Edmundo Arias: “Muchas
gracias, viejo amor,/por haberme hecho feliz/en los días que nos quisimos.”
Hay que reconocer que hemos sido más consumidores de
boleros que productores de ellos. Gracias al apogeo de los cines de barrios y
pueblos, y la proyección de espléndidas películas
con ídolos mexicanos, hacia la mitad del siglo pasado el bolero de ese país fue
el género más escuchado y promocionado en este ámbito por disqueras y
empresarios del espectáculo; acá tuvimos
una colección de tenores que imitaban a los grandes de México como Pedro Vargas
o el maestro Ortiz Tirado, y por supuesto, resmas de tríos al estilo de Los
Panchos, que con su lánguido repertorio llegaban a puertas y ventanas de
pretendidas doncellas de todas las condiciones sociales. En los bares y sitios
de baile, con la traviesa y permisiva incursión de la música antillana se abría
paso de manera magistral “El Jefe” Daniel Santos, y sus émulos colombianos,
quienes, como buenos imitadores, incursionaron también en los imperios del
inframundo, en esos séptimos cielos destinados a los privilegiados que
transitan por la cuerda floja de la bohemia y la incertidumbre. Tito Cortés,
Tony del Mar, y Raúl López son estrellas criollas de barras y cortinas rojas. En
el parnaso de los dueños de la noche tienen su pedestal Olimpo Cárdenas, Oscar
Agudelo, Lucía Herrón y Alci Acosta; de ello pueden emitir certificado de
autenticidad las emisoras, las cuentas de licor, los ceniceros y las madrugadas.
Es Colombia terreno fértil para los apasionados e
investigadores del género. Quien desee navegar por su memoria, tiene que
necesariamente remitirse a Jaime Rico Salazar, con su libro de “Cien años de
bolero”, a Alfonso de la Espriella con su caótica investigación de la “Historia
de la Música en Colombia a través del bolero”, a los programas radiales y
escritos de César Pagano, al libro de Fernando Linero Montes “El bolero en sus
propias palabras” , a los blogs de coleccionistas y entusiastas, y, claro,
escuchar muchos boleros, amangualar el alma con sus encajes, su bisutería y sus
trágicos y almibarados desengaños. En un buen número de novelas, en los poemas,
en las crónicas de pueblos, el bolero es un referente, se inscribe en el
territorio de emergencia que posibilita la resonancia de nuestros suspiros.
Muchos de nuestros buenos cantantes se han adentrado en
el bolero, ahí están el privilegiado Carlos Julio Ramírez, la inolvidable
Matilde Díaz, la excelente voz cartagenera de Cenelia Alcázar, el gran Nelson
Pinedo con la Sonora matancera, y más recientemente Lucía Pulido, Beatriz
Castaño, Claudia Gómez, Ana María González, Aristarco Perea “Arista”, Sofronín
Martínez, María Isabel Saavedra, Yuri Buenaventura y Andrés Cepeda. (pido
excusas a los que no cité… es por cuestiones de espacio).
El bolero es un crisol donde se funden letra, música,
armonía, frivolidad e idiosincrasia; por ello debe escribirse con tintas que
dibujen nuestra identidad. Sin embargo, hay que decirlo, no hemos tenido muchos
compositores de boleros de amplio reconocimiento en el universo sonoro del
género. Tal vez con la excepción de Jaime R. Echavarría (el de Noches de
Cartagena), o el más grabado por boleristas internacionales, el quindiano Rubén
Márquez (Qué me has dado tú), han sido escasos esos prolíficos juglares de
bolero. Algunos de nuestros buenos compositores de música tropical volcaron su
inspiración en el bolero: es el caso de Lucho Bermúdez (Te busco), Edmundo
Arias (Evocación), Arista (No me pidas el perdón), Tito Cortés (Reconciliación),
José Barros, quien además compuso “No pises mi camino”, “Como tú reías y “Busco
tu recuerdo”, cantados por Charlie Figueroa; y continúa la discusión sobre su
autoría del bolero “En la orilla del mar”, cantado por Bienvenido Granda con la
Sonora Matancera. Yo destacaría también “Me enamoré de ti”, compuesto por
Santander Díaz, “Locura mía” del nariñense Jaime Enríquez Miranda, “Tan lejos”
de Alvaro Dalmar, del que hizo una bellísima versión la puertorriqueña Virginia
López y “Noches de Bocagrande”, de Faustino Arias, interpretado por el Trío
Martino.
Esta limitación de repertorio nuestro se hace evidente
cuando, por citar un ejemplo, en los concursos y festivales de bolero de Caicedonia
y Riohacha, las interpretaciones corresponden a boleros muy conocidos, de
amplia difusión, casi todos de compositores foráneos. Hay una cierta prevención
hacia la novedad, pues los participantes se ajustan a la comodidad de lo
conocido, que garantiza de alguna manera el aplauso del público; si no hay
creación y renovación de calidad, no hay evolución. Caso excepcional, y que
señala posibles caminos de continuidad, es el excelente bolero compuesto por
Shakira, para la banda sonora de la película “El amor en los tiempos del
cólera”, basado en la novela de García Márquez. “Hay amores” es un bolero de
altísima calidad, su letra es profunda, evocadora, con referencias a nuestras
geografías, retoma las raíces de lo que se podría considerar bolero colombiano
y lo engrandece de una forma contemporánea, la melodía también nos ubica en la
época, pues evoca las tendencias sonoras de moda en la cronología en que se
desarrolla la novela. Lamentablemente solo compuso ese….
Ay! mi
bien, no te olvides del mar/Que en las noches me ha visto llorar/tantos
recuerdos de Ti/ Hay amores que se vuelven resistentes a los daños/Como el
vino que mejora con los años/Así crece lo que siento yo por ti/Hay amores que
parece que se acaban y florecen/Y en las noches del otoño reverdecen/Tal como
el amor que siento yo por tí…
Cómo contribuye a sublimizar el amor de Fermina Daza y Florentino Ariza
en la película, pero además tiene la virtud de que se puede escuchar y
disfrutar sin tener siquiera noción de la existencia de la novela.
A veces cuando leo poesía de autores colombianos creo tener entre mis
manos la letra de un bolero; en los nuevos sonidos de fusiones con el jazz, con
la música de los litorales y las manifestaciones sonoras andinas, hay un
riquísimo filón por explorar, el bolero tiene el sortilegio de ser atemporal, de
alguna manera, cada uno de nosotros (y nosotras) lleva, mínimo, un bolero en el
corazón; que gratificante sería transportarnos en el delicioso tiovivo que en
sus vueltas nos hace creer que lo soñado es una hermosa posibilidad; que esta
convulsionada realidad social que vivimos también puede ser expresada en sones
de boleros, como lo han hecho sus músicos en otras latitudes del Caribe.
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