miércoles, 22 de junio de 2022

 

                                                                                        Cenelia Alcázar

Hay amores que se vuelven resistentes a los daños, como el vino que mejora con los años: EL BOLERO COLOMBIANO

“Ay! mi piel, que no haría yo por tí
por tenerte un segundo, alejados del mundo
y cerquita de mí
Ay! mi piel, como el río Magdalena
que se funde en la arena del mar,
quiero fundirme yo en tí.”

 

Desplegar  las alas del sentimiento y emprender una breve exploración por el bolero colombiano es permitirnos recorrer un laberinto que se adentra por zaguanes y patios con materas, por lavaderos y aljibes de estancias que evocan aromas de suspiros y noches enlunaradas; por callejuelas de paredes carcomidas recorridas una y otra vez por músicos ambulantes y serenateros;  por paisajes cantineros, también es sentarnos a disfrutar  crepúsculos con palmeras y arreboles, visitar avisos de luces de neón y bombillitos rojos que invitan a adentrarse en la noche y colocar boleros “de arrastre” en traganíqueles… y en el siguiente recoveco, bailar o llorar (o las dos cosas a la vez) en una inequívoca intervención de sensiblería baladí, o trascendental… vaya uno a saber. También es tomar la guitarra en complicidad con los amigos, y cantarle a la vida, al terruño, a lo que somos, a lo que tal vez quisiéramos que hubiera sido.

El propósito de esta columna es invitar a los lectores a servirse una copa y escuchar boleros, a hacerse su propia banda sonora, a cantar y hablar de ellos, porque, como decía García Márquez “hablar de música sin hablar de los boleros es como hablar de nada”. Tal vez tengamos coincidencias, pero qué bueno es condimentar el diálogo con otras vivencias y reflexiones y decir como Edmundo Arias: “Muchas gracias, viejo amor,/por haberme hecho feliz/en los días que nos quisimos.”

Hay que reconocer que hemos sido más consumidores de boleros que productores de ellos. Gracias al apogeo de los cines de barrios y pueblos, y la  proyección de espléndidas películas con ídolos mexicanos, hacia la mitad del siglo pasado el bolero de ese país fue el género más escuchado y promocionado en este ámbito por disqueras y empresarios del espectáculo; acá  tuvimos una colección de tenores que imitaban a los grandes de México como Pedro Vargas o el maestro Ortiz Tirado, y por supuesto, resmas de tríos al estilo de Los Panchos, que con su lánguido repertorio llegaban a puertas y ventanas de pretendidas doncellas de todas las condiciones sociales. En los bares y sitios de baile, con la traviesa y permisiva incursión de la música antillana se abría paso de manera magistral “El Jefe” Daniel Santos, y sus émulos colombianos, quienes, como buenos imitadores, incursionaron también en los imperios del inframundo, en esos séptimos cielos destinados a los privilegiados que transitan por la cuerda floja de la bohemia y la incertidumbre. Tito Cortés, Tony del Mar, y Raúl López son estrellas criollas de barras y cortinas rojas. En el parnaso de los dueños de la noche tienen su pedestal Olimpo Cárdenas, Oscar Agudelo, Lucía Herrón y Alci Acosta; de ello pueden emitir certificado de autenticidad las emisoras, las cuentas de licor, los ceniceros  y las madrugadas.

Es Colombia terreno fértil para los apasionados e investigadores del género. Quien desee navegar por su memoria, tiene que necesariamente remitirse a Jaime Rico Salazar, con su libro de “Cien años de bolero”, a Alfonso de la Espriella con su caótica investigación de la “Historia de la Música en Colombia a través del bolero”, a los programas radiales y escritos de César Pagano, al libro de Fernando Linero Montes “El bolero en sus propias palabras” , a los blogs de coleccionistas y entusiastas, y, claro, escuchar muchos boleros, amangualar el alma con sus encajes, su bisutería y sus trágicos y almibarados desengaños. En un buen número de novelas, en los poemas, en las crónicas de pueblos, el bolero es un referente, se inscribe en el territorio de emergencia que posibilita la resonancia de nuestros suspiros.

Muchos de nuestros buenos cantantes se han adentrado en el bolero, ahí están el privilegiado Carlos Julio Ramírez, la inolvidable Matilde Díaz, la excelente voz cartagenera de Cenelia Alcázar, el gran Nelson Pinedo con la Sonora matancera, y más recientemente Lucía Pulido, Beatriz Castaño, Claudia Gómez, Ana María González, Aristarco Perea “Arista”, Sofronín Martínez, María Isabel Saavedra, Yuri Buenaventura y Andrés Cepeda. (pido excusas a los que no cité… es por cuestiones de espacio).

El bolero es un crisol donde se funden letra, música, armonía, frivolidad e idiosincrasia; por ello debe escribirse con tintas que dibujen nuestra identidad. Sin embargo, hay que decirlo, no hemos tenido muchos compositores de boleros de amplio reconocimiento en el universo sonoro del género. Tal vez con la excepción de Jaime R. Echavarría (el de Noches de Cartagena), o el más grabado por boleristas internacionales, el quindiano Rubén Márquez (Qué me has dado tú), han sido escasos esos prolíficos juglares de bolero. Algunos de nuestros buenos compositores de música tropical volcaron su inspiración en el bolero: es el caso de Lucho Bermúdez (Te busco), Edmundo Arias (Evocación), Arista (No me pidas el perdón), Tito Cortés (Reconciliación), José Barros, quien además compuso “No pises mi camino”, “Como tú reías y “Busco tu recuerdo”, cantados por Charlie Figueroa; y continúa la discusión sobre su autoría del bolero “En la orilla del mar”, cantado por Bienvenido Granda con la Sonora Matancera. Yo destacaría también “Me enamoré de ti”, compuesto por Santander Díaz, “Locura mía” del nariñense Jaime Enríquez Miranda, “Tan lejos” de Alvaro Dalmar, del que hizo una bellísima versión la puertorriqueña Virginia López y “Noches de Bocagrande”, de Faustino Arias, interpretado por el Trío Martino.

Esta limitación de repertorio nuestro se hace evidente cuando, por citar un ejemplo, en los concursos y festivales de bolero de Caicedonia y Riohacha, las interpretaciones corresponden a boleros muy conocidos, de amplia difusión, casi todos de compositores foráneos. Hay una cierta prevención hacia la novedad, pues los participantes se ajustan a la comodidad de lo conocido, que garantiza de alguna manera el aplauso del público; si no hay creación y renovación de calidad, no hay evolución. Caso excepcional, y que señala posibles caminos de continuidad, es el excelente bolero compuesto por Shakira, para la banda sonora de la película “El amor en los tiempos del cólera”, basado en la novela de García Márquez. “Hay amores” es un bolero de altísima calidad, su letra es profunda, evocadora, con referencias a nuestras geografías, retoma las raíces de lo que se podría considerar bolero colombiano y lo engrandece de una forma contemporánea, la melodía también nos ubica en la época, pues evoca las tendencias sonoras de moda en la cronología en que se desarrolla la novela. Lamentablemente solo compuso ese….

Ay! mi bien, no te olvides del mar/Que en las noches me ha visto llorar/tantos recuerdos de Ti/ Hay amores que se vuelven resistentes a los daños/Como el vino que mejora con los años/Así crece lo que siento yo por ti/Hay amores que parece que se acaban y florecen/Y en las noches del otoño reverdecen/Tal como el amor que siento yo por tí…

Cómo contribuye a sublimizar el amor de Fermina Daza y Florentino Ariza en la película, pero además tiene la virtud de que se puede escuchar y disfrutar sin tener siquiera noción de la existencia de la novela.

A veces cuando leo poesía de autores colombianos creo tener entre mis manos la letra de un bolero; en los nuevos sonidos de fusiones con el jazz, con la música de los litorales y las manifestaciones sonoras andinas, hay un riquísimo filón por explorar, el bolero tiene el sortilegio de ser atemporal, de alguna manera, cada uno de nosotros (y nosotras) lleva, mínimo, un bolero en el corazón; que gratificante sería transportarnos en el delicioso tiovivo que en sus vueltas nos hace creer que lo soñado es una hermosa posibilidad; que esta convulsionada realidad social que vivimos también puede ser expresada en sones de boleros, como lo han hecho sus músicos en otras latitudes del Caribe.   

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