martes, 1 de noviembre de 2022

 

Los revoltosos Embera Chamí

Nos acostumbramos a verlos en las ciudades, recorriendo calles, sentados en los andenes, vendiendo baratijas, cantando, bailando o buscando quién les compre sus collares de chaquiras. Nuestra indolencia con sus mujeres y sus hijos rompe el mínimo sentido de la solidaridad… a veces pareciera que los despreciamos, que son un estorbo que afea el paisaje y que su pobreza nos emputa.

Nos molesta que invadan un parque, que beban chicha y aguardiente, que se tomen las puertas de un ministerio, o que se quejen porque viven hacinados a expensas de la precaria caridad de la administración de una ciudad que los trata como a delincuentes o habitantes de la calle.

Y están en las ciudades porque han sido expulsados de sus tierras, porque en épocas remotas fueron arrinconados en las cabeceras de los ríos, porque la colonización antioqueña invadió sus territorios con el argumento de que eran tierras de nadie….  Porque apareció la fiebre del oro, porque llegaron muchos grupos armados, porque en los lugares donde reposan sus voces mayores se construyeron represas, porque les quitaron la posibilidad de cultivar…. Porque sus Jaibanás han sido impotentes en su labor espiritual de conservar el equilibrio en sus territorios, porque su dios Karagabí no ha podido contrarrestar las fuerzas del espíritu del mal de Tutriaka.

Han llegado a las ciudades donde no tiene cabida el espíritu del bosque, donde no hay lugar para hacer rituales de limpieza espiritual, donde sus cerbatanas resultan inútiles y en donde es imposible conseguir fibras para hacer su cestería, barro para cocinar sus ollas, o jagua para pintar sus cuerpos. Ya no hay lugar para la ombligada, y sus espíritus perdieron la tranquilidad.

Ni siquiera nos preocupamos por saber algo de ellos, de esa oralidad en una lengua extraña, que va diluyéndose en el tiempo, de su pensamiento ancestral que ante todo plantea el equilibrio y la armonía con la naturaleza, sí, la misma que ahora descubrieron los ambientalistas y los políticos, ellos la practicaron durante milenios.

Bonitos sus collares y pulseras, en ellos está plasmada toda una filosofía de vida, un complejo diseño que refleja su mundo, ese pensamiento que resume la paz como una sincronía entre las personas, la naturaleza y Dios. El sortilegio de sus colores debería alumbrale a quienes las compran y las lucen el camino de la fraternidad, del respeto y la admiración por su tenacidad para resistir el oprobio el desabrigo y el hambre.

Ser indígena en un país excluyente ya es complicado, de ahí el suicidio de tantos adolescentes que, debido a ese sentimiento de exclusión, no quieren reconocerse como indígenas, y muy temprano se dan cuenta que el mundo occidental los rechaza… su belleza no encaja en los cánones de la moda ni de la sociedad de consumo. Tal vez por eso no conozco de algún indígena que haya sacado su dinero a paraísos fiscales, que invierta en la bolsa de valores o que funde compañías en Delaware con pomposos nombres en inglés.

Ya perdieron la tierra, huyeron de sus tambos, ya no siembran maíz ni van a cazar tatabros, ya no buscan la sombra del árbol de Jenené… no tienen ya el derecho a no permitir el desequilibrio en la sociedad. La ciudad apabulla, en los charcos de sus avenidas se refleja la desigualdad; para sobrevivir tienen que experimentar una transculturidad que evidencia sus carencias, la fragilidad de una identidad que se desmorona, la inutilidad de muchos de sus saberes.

Pervivir en medio de la barbarie y el abandono implica coraje, ese mismo que le otorgan sus bastones de mando, los mismos con los que enfrentan a la fuerza pública cuando les impide expresar su inconformidad en manifestaciones y protestas airadas; esos uniformados que, para ellos, son la representación de un Estado que los ha abandonado históricamente. Cuando la impotencia llega a su límite no queda más que entrar en un trance de locura y desesperanza. Si lográramos comprender cuánto dolor encierran sus corazones, si apenas imagináramos cuánto extrañan sus tierras en Risaralda y en el Chocó…. La nostalgia de las fiestas y de la alegría perdida… creo que hoy nuestro deber es no ser cómplices de esta masacre a la cultura e identidad de un pueblo que tan solo ha querido vivir en paz y en armonía y que, como tantos en la historia, es oprimido, sus líderes aniquilados y sus huellas aplastadas por la modernidad y el progreso.

Nota: La obra de arte ha sido tomada del libro Comunidad Embera - Chamí "Transculturación". Autora: Erika Tatiana Uribe Sánchez

 

Mario Espinosa C.


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